El Salto.
A principios del mes de marzo (2007) acepté acompañar a los estudiantes de 4º y 2º semestre del Bachillerato Internacional a un pequeño viaje de integración. Por más de 20 años me ha gustado salir de paseo los sábados o domingos con mis estudiantes, bueno, más que paseos, en recorridos culturales. También disfruté salir en viajes más largos con los estudiantes de Turismo de la Universidad Intercontinental por más de una década. Ha de ser la edad, pero estas salidas cada vez me emocionan menos y ya se me hacen algo cansadas. Más que cansancio físico es algo como estrés, pues desde días antes se deben hacer múltiples preparativos y ya en el viaje no deja uno de preocuparse por el itinerario, los tiempos, las comidas, las visitas al baño, que nadie falte, que todo salga bien y aunque parece sencillo, al final del día desgasta más la constante preocupación que el cansancio físico del recorrido. Pero aunque este semestre ha sido de mucho trabajo, acepté gustoso participar pues no iba como organizador y responsable y está mal que lo diga, pero disfruto mucho la compañía de mis estudiantes del Bachillerato Internacional. No consideró que sean mejores o diferentes (lo serán al final de sus tres años), pero el programa nos hace pasar mucho tiempo juntos, y por varios semestres (aquí en Querétaro, los seis semestres) y eso nos da tiempo de conocernos mucho mejor que con los estudiantes de otros programas. Además los cursos del BI no están tan atiborrados de contenidos por lo que tenemos tiempo abundante para ir a mayor profundidad en los temas y platicar, conversar o discutir. Sin duda es una relación más profunda y significativa. Al momento de escribir estas líneas, me doy cuenta que he sido muy afortunado de haber disfrutado de muy buenos amigos en vez de simples estudiantes.
El viaje fue de dos días, sábado y domingo, a un lugar llamado El Salto, muy cerca de San José Iturbide en el vecino estado de Guanajuato. Inicialmente se había pensado hacer el viaje de tres días hasta la frontera Morelos y Guerrero a recorrer un río subterráneo conocido como el Chonta, pero que tiene un nombre un poco más largo. Algunos padres pensaron que el recorrido era peligroso y se desechó esa idea. El plan B fue ir al Salto y hacer algunas de esas actividades conocidas hoy en día como extremas. El lugar es muy bonito y lo debe ser más en época de lluvias, pues aunque no estaba del todo seco, con más agua en el río y con el paisaje más verde ha de ser en verdad muy hermoso. La zona es una cañada flanqueada por grandes macizos de roca, aptos para practicar la escalada y casi al final hay un gran salto o caída de agua de casi 60 metros de altitud. La cascada la veré algún día que vuelva en época de lluvias, pues en esos días nada caía.
En una de las laderas de la cañada está el hotel, tiene cerca de una decena de cabañas con capacidad para seis u ocho personas cada una. Tiene también un restaurante de grandes ventanas y una magnífica vista a los alrededores. La principal característica de este lugar es que en cada mesa hay uno o dos grandes canastos con cacahuates todavía en su cáscara; la gente los puede comer en cualquier momento, tirando las cáscaras al suelo; así que a ciertas horas no se puede caminar sin hacer ruido por ir pisando una alfombra de cáscaras de cacahuates. Por lo que pude ver, el lugar es muy popular como restaurante familiar los fines de semana entre las personas de la región. La comida no es mala, es barato y la vista de primera. En una ladera posterior del hotel hay una pista desde la cual se lanzan personas en hang-gliders o en parapentes, para descender lentamente hasta un valle cientos de metros abajo y al final de la cañada o cañón. Anualmente celebran ahí un gran evento para aficionados a este tipo de actividades de vuelo o planeo.
El mismo sábado por la mañana iniciaron nuestras actividades; fuimos divididos en cinco equipos y teníamos que enfrentar una serie de pruebas a lo largo de los dos días: caminata, escalada en roca, tirolesa, descenso en rappel y una pista con diversos tipos de obstáculos. La idea era la de una competencia en donde se ganaban puntos por el número de recorridos que hacía cada equipo y su decisión al momento de enfrentarlos. Como en muchas actividades de este tipo, el inicio es aterrador, pues para poder participar debe uno firmar una carta en donde se libra de responsabilidad a los organizadores por cualquier accidente con lesiones o mortal y avisa uno dónde y a quién deben entregar el cadáver o los restos que se puedan rescatar. Ahí es como que el momento de más miedo, pues ya en los recorridos los guías explican como en todo hay doble seguridad y también se ve a todos haciendo las actividades sin pensarlo dos veces, asume uno que es seguro y se piensa en no ser uno el único cobarde en manifestar temor o preocupación. Dudar sería algo malo para cualquier estudiante, pero para un profesor sería peor y una mancha ante los ojos de los muchachos que ni Ariel Mejorado lavaría.
Mi equipo inició con una tranquila caminata de unos tres kilómetros por el cañón. El sendero no era muy difícil y ahí el mayor peligro era caer al agua del río (en ese momento arroyo), que lucia como el consomé de las diez enfermedades más contagiosas, pero hubo quien cayó (en otros equipos) y no murió. Nuestra segunda actividad fue la tirolesa, que consistía en deslizarse rápidamente colgado de una cuerda (pero con otra de refuerzo o seguridad) de un extremo del cañón al otro, en un viaje como de unos 30 metros de distancia pero en una parte, como a 70 metros de altura. Todos en el equipo lo hicimos tres veces. El viaje es muy breve y la peor parte es la espera. Frente a la tirolesa estaba el lugar desde el cual se iniciaba el descenso de 60 metros en rappel, justo a un lado de la caída de agua, en época de lluvia. Cuando vi la profundidad del cañón y me asomé a ver a un miembro de otro equipo descender, inmediatamente empecé a buscar mentalmente un pretexto que sonara creíble para no bajar. Tuve tiempo para encontrar uno bueno, pues nuestro turno en el rappel fue hasta el domingo por la mañana. Tras la tirolesa nos tocó hacer los recorridos en lo que llamaban la pista comando, el lugar con varios tipos de obstáculos que había que recorrer varias veces para acumular puntos en la competencia. Lo malo del asunto es que dicha pista estaba muy cerca del hotel y había que subir como 150 metros por la ladera desde el lugar donde estábamos, así que aún antes de iniciar el primer recorrido ya estaba yo muerto de cansancio por el ascenso. Prudentemente esperé el último turno de mi equipo para iniciar el primer recorrido y me sorprendí, pues pude hacerlo por completo, cuando algunos de los estudiantes no pudieron pasar por encima de un muro de cómo tres metros de altura o un pasamanos de cinco metros de largo. Eso sí, a la cuarta vuelta decidí no buscar heroicamente un infarto y dejé a los muchachos aumentar nuestro puntaje. Sobra decir que tenía 20 o 25 años de no estar tan, pero tan cansado. Me dolía hasta el pelo y además en la pista me había lastimado de nuevo la cintura, una lesión que padecí por años. Lo bueno del asunto es que las actividades del día siguiente no eran tan demandantes físicamente y la parte más difícil sería salir nuevamente desde el fondo del cañón. Me preocupaba también la amenaza de mis compañeros de cabaña, los muchachos más canijos del 4º semestre del BI, de no dejarme dormir esa noche; confiaba yo en que estuvieran tan cansados como yo y cayeran rendidos a eso de media noche. Más que no dormir, me preocupaba la dureza del colchón en mi cama, pues de ser muy blando amanecería, no sólo cansado, sino todo torcido como don Teofilito. Por suerte acompañaba al grupo un paramédico, al cual durante la cena pedí ayuda. Me dio un par de pastillas y un poco de ungüento que me puse de inmediato en la parte posterior de la cintura. La mayor parte de mis compañeros de cabaña cayeron dormidos antes de las 12 de la noche, pero un par me mantuvo despierto platicando en voz alta cada uno desde su cama, hasta las dos de la mañana. Dormí lo suficiente, pero lo mejor fue el estar completamente recuperado del dolor de cintura.
El domingo, después del desayuno bajamos al cañón para iniciar nuestro turno en el descenso en rappel. Me sentía algo adolorido de brazos y piernas pero bien de la cintura y después de ver a todos descender sin chistar, me hice a la idea de hacerlo, pero esta vez les pedía a mis compañeros me permitieran hacerlo casi al inicio del grupo para que pudiera subir desde el fondo del barranco con calma. Tuve el tercer turno y sólo sentí un poco de temor casi al momento de la salida, al ver el fondo del cañón 60 metros abajo, el resto de descenso fue emocionante y de una vista muy hermosa. Subir desde el fondo para reunirme con el resto del equipo, fue sin duda la parte más peligrosa del viaje, pues no hay vereda ancha y bien trazada, sino un como camino para chivos, empinado, mal marcado, en algunos puntos muy angosto, bordeado de muchas espinosas cactáceas y cerca, muy cerca del abismo. Además en esa parte no hay guía, ni cuerdas de seguridad. La última actividad debía ser la escalada en roca, pero de pronto se nubló, llovió un poco y empezaron a caer rayos en algunos lugares cercanos, por lo que los guías decidieron suspender las actividades. Regresamos al hotel, comimos e iniciamos el retorno al Tec y a un breve descanso antes de regresar al trabajo.
Lunes y martes no me sentí tan cansado, pero si tuve muy adoloridos los brazos y un poco las piernas. El viaje fue sin duda divertido, muy diferente al tipo de salida a la que estoy acostumbrado, pero más allá de sus actividades, está siempre el tiempo de calidad que puede uno pasar con los estudiantes, conocerlos y que lo conozcan a uno, más allá de la relación académica dentro del aula. No necesariamente los estudiantes mejorarán en su desempeño académico, pero probablemente disfrutaremos más nuestra constante relación, y pues no todo en esta vida es aprovechamiento y calificaciones.
A principios del mes de marzo (2007) acepté acompañar a los estudiantes de 4º y 2º semestre del Bachillerato Internacional a un pequeño viaje de integración. Por más de 20 años me ha gustado salir de paseo los sábados o domingos con mis estudiantes, bueno, más que paseos, en recorridos culturales. También disfruté salir en viajes más largos con los estudiantes de Turismo de la Universidad Intercontinental por más de una década. Ha de ser la edad, pero estas salidas cada vez me emocionan menos y ya se me hacen algo cansadas. Más que cansancio físico es algo como estrés, pues desde días antes se deben hacer múltiples preparativos y ya en el viaje no deja uno de preocuparse por el itinerario, los tiempos, las comidas, las visitas al baño, que nadie falte, que todo salga bien y aunque parece sencillo, al final del día desgasta más la constante preocupación que el cansancio físico del recorrido. Pero aunque este semestre ha sido de mucho trabajo, acepté gustoso participar pues no iba como organizador y responsable y está mal que lo diga, pero disfruto mucho la compañía de mis estudiantes del Bachillerato Internacional. No consideró que sean mejores o diferentes (lo serán al final de sus tres años), pero el programa nos hace pasar mucho tiempo juntos, y por varios semestres (aquí en Querétaro, los seis semestres) y eso nos da tiempo de conocernos mucho mejor que con los estudiantes de otros programas. Además los cursos del BI no están tan atiborrados de contenidos por lo que tenemos tiempo abundante para ir a mayor profundidad en los temas y platicar, conversar o discutir. Sin duda es una relación más profunda y significativa. Al momento de escribir estas líneas, me doy cuenta que he sido muy afortunado de haber disfrutado de muy buenos amigos en vez de simples estudiantes.
El viaje fue de dos días, sábado y domingo, a un lugar llamado El Salto, muy cerca de San José Iturbide en el vecino estado de Guanajuato. Inicialmente se había pensado hacer el viaje de tres días hasta la frontera Morelos y Guerrero a recorrer un río subterráneo conocido como el Chonta, pero que tiene un nombre un poco más largo. Algunos padres pensaron que el recorrido era peligroso y se desechó esa idea. El plan B fue ir al Salto y hacer algunas de esas actividades conocidas hoy en día como extremas. El lugar es muy bonito y lo debe ser más en época de lluvias, pues aunque no estaba del todo seco, con más agua en el río y con el paisaje más verde ha de ser en verdad muy hermoso. La zona es una cañada flanqueada por grandes macizos de roca, aptos para practicar la escalada y casi al final hay un gran salto o caída de agua de casi 60 metros de altitud. La cascada la veré algún día que vuelva en época de lluvias, pues en esos días nada caía.
En una de las laderas de la cañada está el hotel, tiene cerca de una decena de cabañas con capacidad para seis u ocho personas cada una. Tiene también un restaurante de grandes ventanas y una magnífica vista a los alrededores. La principal característica de este lugar es que en cada mesa hay uno o dos grandes canastos con cacahuates todavía en su cáscara; la gente los puede comer en cualquier momento, tirando las cáscaras al suelo; así que a ciertas horas no se puede caminar sin hacer ruido por ir pisando una alfombra de cáscaras de cacahuates. Por lo que pude ver, el lugar es muy popular como restaurante familiar los fines de semana entre las personas de la región. La comida no es mala, es barato y la vista de primera. En una ladera posterior del hotel hay una pista desde la cual se lanzan personas en hang-gliders o en parapentes, para descender lentamente hasta un valle cientos de metros abajo y al final de la cañada o cañón. Anualmente celebran ahí un gran evento para aficionados a este tipo de actividades de vuelo o planeo.
El mismo sábado por la mañana iniciaron nuestras actividades; fuimos divididos en cinco equipos y teníamos que enfrentar una serie de pruebas a lo largo de los dos días: caminata, escalada en roca, tirolesa, descenso en rappel y una pista con diversos tipos de obstáculos. La idea era la de una competencia en donde se ganaban puntos por el número de recorridos que hacía cada equipo y su decisión al momento de enfrentarlos. Como en muchas actividades de este tipo, el inicio es aterrador, pues para poder participar debe uno firmar una carta en donde se libra de responsabilidad a los organizadores por cualquier accidente con lesiones o mortal y avisa uno dónde y a quién deben entregar el cadáver o los restos que se puedan rescatar. Ahí es como que el momento de más miedo, pues ya en los recorridos los guías explican como en todo hay doble seguridad y también se ve a todos haciendo las actividades sin pensarlo dos veces, asume uno que es seguro y se piensa en no ser uno el único cobarde en manifestar temor o preocupación. Dudar sería algo malo para cualquier estudiante, pero para un profesor sería peor y una mancha ante los ojos de los muchachos que ni Ariel Mejorado lavaría.
Mi equipo inició con una tranquila caminata de unos tres kilómetros por el cañón. El sendero no era muy difícil y ahí el mayor peligro era caer al agua del río (en ese momento arroyo), que lucia como el consomé de las diez enfermedades más contagiosas, pero hubo quien cayó (en otros equipos) y no murió. Nuestra segunda actividad fue la tirolesa, que consistía en deslizarse rápidamente colgado de una cuerda (pero con otra de refuerzo o seguridad) de un extremo del cañón al otro, en un viaje como de unos 30 metros de distancia pero en una parte, como a 70 metros de altura. Todos en el equipo lo hicimos tres veces. El viaje es muy breve y la peor parte es la espera. Frente a la tirolesa estaba el lugar desde el cual se iniciaba el descenso de 60 metros en rappel, justo a un lado de la caída de agua, en época de lluvia. Cuando vi la profundidad del cañón y me asomé a ver a un miembro de otro equipo descender, inmediatamente empecé a buscar mentalmente un pretexto que sonara creíble para no bajar. Tuve tiempo para encontrar uno bueno, pues nuestro turno en el rappel fue hasta el domingo por la mañana. Tras la tirolesa nos tocó hacer los recorridos en lo que llamaban la pista comando, el lugar con varios tipos de obstáculos que había que recorrer varias veces para acumular puntos en la competencia. Lo malo del asunto es que dicha pista estaba muy cerca del hotel y había que subir como 150 metros por la ladera desde el lugar donde estábamos, así que aún antes de iniciar el primer recorrido ya estaba yo muerto de cansancio por el ascenso. Prudentemente esperé el último turno de mi equipo para iniciar el primer recorrido y me sorprendí, pues pude hacerlo por completo, cuando algunos de los estudiantes no pudieron pasar por encima de un muro de cómo tres metros de altura o un pasamanos de cinco metros de largo. Eso sí, a la cuarta vuelta decidí no buscar heroicamente un infarto y dejé a los muchachos aumentar nuestro puntaje. Sobra decir que tenía 20 o 25 años de no estar tan, pero tan cansado. Me dolía hasta el pelo y además en la pista me había lastimado de nuevo la cintura, una lesión que padecí por años. Lo bueno del asunto es que las actividades del día siguiente no eran tan demandantes físicamente y la parte más difícil sería salir nuevamente desde el fondo del cañón. Me preocupaba también la amenaza de mis compañeros de cabaña, los muchachos más canijos del 4º semestre del BI, de no dejarme dormir esa noche; confiaba yo en que estuvieran tan cansados como yo y cayeran rendidos a eso de media noche. Más que no dormir, me preocupaba la dureza del colchón en mi cama, pues de ser muy blando amanecería, no sólo cansado, sino todo torcido como don Teofilito. Por suerte acompañaba al grupo un paramédico, al cual durante la cena pedí ayuda. Me dio un par de pastillas y un poco de ungüento que me puse de inmediato en la parte posterior de la cintura. La mayor parte de mis compañeros de cabaña cayeron dormidos antes de las 12 de la noche, pero un par me mantuvo despierto platicando en voz alta cada uno desde su cama, hasta las dos de la mañana. Dormí lo suficiente, pero lo mejor fue el estar completamente recuperado del dolor de cintura.
El domingo, después del desayuno bajamos al cañón para iniciar nuestro turno en el descenso en rappel. Me sentía algo adolorido de brazos y piernas pero bien de la cintura y después de ver a todos descender sin chistar, me hice a la idea de hacerlo, pero esta vez les pedía a mis compañeros me permitieran hacerlo casi al inicio del grupo para que pudiera subir desde el fondo del barranco con calma. Tuve el tercer turno y sólo sentí un poco de temor casi al momento de la salida, al ver el fondo del cañón 60 metros abajo, el resto de descenso fue emocionante y de una vista muy hermosa. Subir desde el fondo para reunirme con el resto del equipo, fue sin duda la parte más peligrosa del viaje, pues no hay vereda ancha y bien trazada, sino un como camino para chivos, empinado, mal marcado, en algunos puntos muy angosto, bordeado de muchas espinosas cactáceas y cerca, muy cerca del abismo. Además en esa parte no hay guía, ni cuerdas de seguridad. La última actividad debía ser la escalada en roca, pero de pronto se nubló, llovió un poco y empezaron a caer rayos en algunos lugares cercanos, por lo que los guías decidieron suspender las actividades. Regresamos al hotel, comimos e iniciamos el retorno al Tec y a un breve descanso antes de regresar al trabajo.
Lunes y martes no me sentí tan cansado, pero si tuve muy adoloridos los brazos y un poco las piernas. El viaje fue sin duda divertido, muy diferente al tipo de salida a la que estoy acostumbrado, pero más allá de sus actividades, está siempre el tiempo de calidad que puede uno pasar con los estudiantes, conocerlos y que lo conozcan a uno, más allá de la relación académica dentro del aula. No necesariamente los estudiantes mejorarán en su desempeño académico, pero probablemente disfrutaremos más nuestra constante relación, y pues no todo en esta vida es aprovechamiento y calificaciones.