martes, 20 de mayo de 2008

Tirando polilla






El Salto.
A principios del mes de marzo (2007) acepté acompañar a los estudiantes de 4º y 2º semestre del Bachillerato Internacional a un pequeño viaje de integración. Por más de 20 años me ha gustado salir de paseo los sábados o domingos con mis estudiantes, bueno, más que paseos, en recorridos culturales. También disfruté salir en viajes más largos con los estudiantes de Turismo de la Universidad Intercontinental por más de una década. Ha de ser la edad, pero estas salidas cada vez me emocionan menos y ya se me hacen algo cansadas. Más que cansancio físico es algo como estrés, pues desde días antes se deben hacer múltiples preparativos y ya en el viaje no deja uno de preocuparse por el itinerario, los tiempos, las comidas, las visitas al baño, que nadie falte, que todo salga bien y aunque parece sencillo, al final del día desgasta más la constante preocupación que el cansancio físico del recorrido. Pero aunque este semestre ha sido de mucho trabajo, acepté gustoso participar pues no iba como organizador y responsable y está mal que lo diga, pero disfruto mucho la compañía de mis estudiantes del Bachillerato Internacional. No consideró que sean mejores o diferentes (lo serán al final de sus tres años), pero el programa nos hace pasar mucho tiempo juntos, y por varios semestres (aquí en Querétaro, los seis semestres) y eso nos da tiempo de conocernos mucho mejor que con los estudiantes de otros programas. Además los cursos del BI no están tan atiborrados de contenidos por lo que tenemos tiempo abundante para ir a mayor profundidad en los temas y platicar, conversar o discutir. Sin duda es una relación más profunda y significativa. Al momento de escribir estas líneas, me doy cuenta que he sido muy afortunado de haber disfrutado de muy buenos amigos en vez de simples estudiantes.
El viaje fue de dos días, sábado y domingo, a un lugar llamado El Salto, muy cerca de San José Iturbide en el vecino estado de Guanajuato. Inicialmente se había pensado hacer el viaje de tres días hasta la frontera Morelos y Guerrero a recorrer un río subterráneo conocido como el Chonta, pero que tiene un nombre un poco más largo. Algunos padres pensaron que el recorrido era peligroso y se desechó esa idea. El plan B fue ir al Salto y hacer algunas de esas actividades conocidas hoy en día como extremas. El lugar es muy bonito y lo debe ser más en época de lluvias, pues aunque no estaba del todo seco, con más agua en el río y con el paisaje más verde ha de ser en verdad muy hermoso. La zona es una cañada flanqueada por grandes macizos de roca, aptos para practicar la escalada y casi al final hay un gran salto o caída de agua de casi 60 metros de altitud. La cascada la veré algún día que vuelva en época de lluvias, pues en esos días nada caía.
En una de las laderas de la cañada está el hotel, tiene cerca de una decena de cabañas con capacidad para seis u ocho personas cada una. Tiene también un restaurante de grandes ventanas y una magnífica vista a los alrededores. La principal característica de este lugar es que en cada mesa hay uno o dos grandes canastos con cacahuates todavía en su cáscara; la gente los puede comer en cualquier momento, tirando las cáscaras al suelo; así que a ciertas horas no se puede caminar sin hacer ruido por ir pisando una alfombra de cáscaras de cacahuates. Por lo que pude ver, el lugar es muy popular como restaurante familiar los fines de semana entre las personas de la región. La comida no es mala, es barato y la vista de primera. En una ladera posterior del hotel hay una pista desde la cual se lanzan personas en hang-gliders o en parapentes, para descender lentamente hasta un valle cientos de metros abajo y al final de la cañada o cañón. Anualmente celebran ahí un gran evento para aficionados a este tipo de actividades de vuelo o planeo.
El mismo sábado por la mañana iniciaron nuestras actividades; fuimos divididos en cinco equipos y teníamos que enfrentar una serie de pruebas a lo largo de los dos días: caminata, escalada en roca, tirolesa, descenso en rappel y una pista con diversos tipos de obstáculos. La idea era la de una competencia en donde se ganaban puntos por el número de recorridos que hacía cada equipo y su decisión al momento de enfrentarlos. Como en muchas actividades de este tipo, el inicio es aterrador, pues para poder participar debe uno firmar una carta en donde se libra de responsabilidad a los organizadores por cualquier accidente con lesiones o mortal y avisa uno dónde y a quién deben entregar el cadáver o los restos que se puedan rescatar. Ahí es como que el momento de más miedo, pues ya en los recorridos los guías explican como en todo hay doble seguridad y también se ve a todos haciendo las actividades sin pensarlo dos veces, asume uno que es seguro y se piensa en no ser uno el único cobarde en manifestar temor o preocupación. Dudar sería algo malo para cualquier estudiante, pero para un profesor sería peor y una mancha ante los ojos de los muchachos que ni Ariel Mejorado lavaría.
Mi equipo inició con una tranquila caminata de unos tres kilómetros por el cañón. El sendero no era muy difícil y ahí el mayor peligro era caer al agua del río (en ese momento arroyo), que lucia como el consomé de las diez enfermedades más contagiosas, pero hubo quien cayó (en otros equipos) y no murió. Nuestra segunda actividad fue la tirolesa, que consistía en deslizarse rápidamente colgado de una cuerda (pero con otra de refuerzo o seguridad) de un extremo del cañón al otro, en un viaje como de unos 30 metros de distancia pero en una parte, como a 70 metros de altura. Todos en el equipo lo hicimos tres veces. El viaje es muy breve y la peor parte es la espera. Frente a la tirolesa estaba el lugar desde el cual se iniciaba el descenso de 60 metros en rappel, justo a un lado de la caída de agua, en época de lluvia. Cuando vi la profundidad del cañón y me asomé a ver a un miembro de otro equipo descender, inmediatamente empecé a buscar mentalmente un pretexto que sonara creíble para no bajar. Tuve tiempo para encontrar uno bueno, pues nuestro turno en el rappel fue hasta el domingo por la mañana. Tras la tirolesa nos tocó hacer los recorridos en lo que llamaban la pista comando, el lugar con varios tipos de obstáculos que había que recorrer varias veces para acumular puntos en la competencia. Lo malo del asunto es que dicha pista estaba muy cerca del hotel y había que subir como 150 metros por la ladera desde el lugar donde estábamos, así que aún antes de iniciar el primer recorrido ya estaba yo muerto de cansancio por el ascenso. Prudentemente esperé el último turno de mi equipo para iniciar el primer recorrido y me sorprendí, pues pude hacerlo por completo, cuando algunos de los estudiantes no pudieron pasar por encima de un muro de cómo tres metros de altura o un pasamanos de cinco metros de largo. Eso sí, a la cuarta vuelta decidí no buscar heroicamente un infarto y dejé a los muchachos aumentar nuestro puntaje. Sobra decir que tenía 20 o 25 años de no estar tan, pero tan cansado. Me dolía hasta el pelo y además en la pista me había lastimado de nuevo la cintura, una lesión que padecí por años. Lo bueno del asunto es que las actividades del día siguiente no eran tan demandantes físicamente y la parte más difícil sería salir nuevamente desde el fondo del cañón. Me preocupaba también la amenaza de mis compañeros de cabaña, los muchachos más canijos del 4º semestre del BI, de no dejarme dormir esa noche; confiaba yo en que estuvieran tan cansados como yo y cayeran rendidos a eso de media noche. Más que no dormir, me preocupaba la dureza del colchón en mi cama, pues de ser muy blando amanecería, no sólo cansado, sino todo torcido como don Teofilito. Por suerte acompañaba al grupo un paramédico, al cual durante la cena pedí ayuda. Me dio un par de pastillas y un poco de ungüento que me puse de inmediato en la parte posterior de la cintura. La mayor parte de mis compañeros de cabaña cayeron dormidos antes de las 12 de la noche, pero un par me mantuvo despierto platicando en voz alta cada uno desde su cama, hasta las dos de la mañana. Dormí lo suficiente, pero lo mejor fue el estar completamente recuperado del dolor de cintura.
El domingo, después del desayuno bajamos al cañón para iniciar nuestro turno en el descenso en rappel. Me sentía algo adolorido de brazos y piernas pero bien de la cintura y después de ver a todos descender sin chistar, me hice a la idea de hacerlo, pero esta vez les pedía a mis compañeros me permitieran hacerlo casi al inicio del grupo para que pudiera subir desde el fondo del barranco con calma. Tuve el tercer turno y sólo sentí un poco de temor casi al momento de la salida, al ver el fondo del cañón 60 metros abajo, el resto de descenso fue emocionante y de una vista muy hermosa. Subir desde el fondo para reunirme con el resto del equipo, fue sin duda la parte más peligrosa del viaje, pues no hay vereda ancha y bien trazada, sino un como camino para chivos, empinado, mal marcado, en algunos puntos muy angosto, bordeado de muchas espinosas cactáceas y cerca, muy cerca del abismo. Además en esa parte no hay guía, ni cuerdas de seguridad. La última actividad debía ser la escalada en roca, pero de pronto se nubló, llovió un poco y empezaron a caer rayos en algunos lugares cercanos, por lo que los guías decidieron suspender las actividades. Regresamos al hotel, comimos e iniciamos el retorno al Tec y a un breve descanso antes de regresar al trabajo.
Lunes y martes no me sentí tan cansado, pero si tuve muy adoloridos los brazos y un poco las piernas. El viaje fue sin duda divertido, muy diferente al tipo de salida a la que estoy acostumbrado, pero más allá de sus actividades, está siempre el tiempo de calidad que puede uno pasar con los estudiantes, conocerlos y que lo conozcan a uno, más allá de la relación académica dentro del aula. No necesariamente los estudiantes mejorarán en su desempeño académico, pero probablemente disfrutaremos más nuestra constante relación, y pues no todo en esta vida es aprovechamiento y calificaciones.

martes, 13 de mayo de 2008

Zapatero a tus zapatos






Zapatos en León.
El pasado mes de marzo, en las vacaciones de Semana Santa, visité la cercana ciudad de León, Guanajuato. Desde que llegó mi familia a vivir a Querétaro tuve la intención de conocerla y quizá comprar en ella algunos pares de zapatos, pues esta población fue y todavía es la capital nacional del calzado. Esos días nos visitaban en casa dos sobrinas de mi esposa; así que con cinco mujeres ávidas de comprar zapatos, partí muy temprano desde Querétaro.
El viaje es de aproximadamente dos horas y a eso de las diez de la mañana llegamos a la ciudad. Hay una gran avenida que conduce desde los suburbios hasta unas cuantas cuadras del centro. Casi de inmediato encontramos tiendas de calzado aquí y allá, algunas todavía en ese ritual matutino de limpiar los pisos del local y la banqueta afuera, con agua y jabón. Poco puedo comentar sobre los zapatos, pues no necesitaba calzado y casi no entré a las zapaterías, me dediqué a ver la ciudad, su gente, calles y construcciones. Como en muchas otras ciudades del país, la plaza principal y algunas calles aledañas se han cerrado al tráfico de vehículos y son para uso exclusivo de peatones. Las calles están limpias, tienen algunas jardineras, postes de alumbrado, bancas y unas curiosas torres metálicas, que seguramente se diseñaron para que los turistas pudiéramos tomar fotografías desde una mayor altura. El esplendor y crecimiento de la ciudad debió iniciar en la época del Porfiriato; en las calles del centro se encuentran algunas construcciones con magníficas portadas de cantera o ladrillo, en estilos europeos, sobre todo francés. No todas estas construcciones se encuentran en buenas condiciones. Estas fachadas nos hablan de una época de prosperidad a finales del siglo XIX e inicios del XX, cuya causa debió haber sido la naciente industria del calzado. A diferencia de otras ciudades de la región, León no cuidó mantener una homogeneidad arquitectónica con el paso del tiempo. En plena plaza principal, todo uno de sus costados es ocupado por un par de edificios con una arquitectura funcionalista que me hizo recordar los hoteles de Acapulco construidos en los años en que Miguel Alemán fue presidente de México (1946-1952). Estos edificios casi duplican en altura a las demás construcciones de la plaza y no se ve en ellos la menor voluntad de conciliarse con el entorno. La plaza principal tiene su típico quiosco y algunos laureles de la india, recortados en atractivas formas. A un par de cuadras de la plaza principal está la catedral de León con una ornamentación interior ecléctica. Sus altas torres son de un estilo que escapa definición; es seguramente una construcción del siglo XIX.
En el patio central del palacio municipal encontré una exposición de pintura muy interesante; se exhibían cerca de 20 cuadros sobre el pasado de la ciudad. Había algunos paisajes urbanos de León a inicios del siglo XIX y también otras obras que retrataban antiguos talleres de curtiduría y elaboración de calzado de la manera en que se hacía artesanalmente, antes de la aparición de las primeras fábricas modernas. Todas las obras eran del mismo autor, cuyo nombre no registré, pero que seguramente es considerado el cronista gráfico de pasado leonés.
En nuestro recorrido encontramos varias zapaterías, pero no en la cantidad y variedad que me esperaba; además eran como las que se pueden encontrar en cualquier otra parte del país, nada extraordinario. Luego de unas tres horas de acompañar a las compradoras y cargar sus bolsas, pasamos por un local dentro de un pasaje comercial que anunciaba “tacos al vapor”. Ya los había yo visto anunciados en otras ciudades del norte del país, pero nunca los había comido. Así que con más curiosidad que hambre, decidí probarlos. Tenía la vaga idea que serían parecidos a los tacos sudados o de canasta que se consumen por las mañanas en la Ciudad de México, pero no fue así. Los tacos sudados que pueden ser de papa, chicharrón, frijoles, adobo; se preparan por cientos y van compactamente acomodados dentro de una canasta forrada de papel, plástico y gruesa tela para mantener su calor durante la mañana. La tortilla de estos tacos va cubierta de una ligera capa de aceite aderezado con chile, lo cual le da brillo muy especial. Ahora entiendo que este aceite sirve para impedir que la tortilla absorba la humedad que hay dentro de la canasta y acabe por reblandecerse y deshacerse. Los tacos al vapor son en algo parecidos en cuanto a su relleno, tamaño y apariencia, pero la tortilla no va recubierta de aceite sino de una salsa de chile ancho o chile guajillo. Estos tacos coincidieron en los rellenos tradicionales de frijoles, chicharrón o papa, pero en León por primera vez vi tacos de queso. Los tacos al vapor no se preparan como los sudados, muy temprano para su venta a lo largo de todo la mañana, sino al parecer se van elaborando como avanza la mañana y para mantenerlos calientes se colocan cual tamales en una gran olla por la que circula constantemente vapor de agua. Como los tacos al vapor no llevan aceite en la tortilla, ésta se reblandece luego de un rato, por lo que cada taco va envuelto en una doble tortilla para darle más fortaleza y que no se desintegre a la hora de comerlo. Su precio es económico, hay una buena variedad de ingredientes y se pueden comer varios en apenas unos cinco minutos para aplacar el hambre matutina. La salsa que recubre las tortillas es espesa y de muy buen sabor, pero también se ofrecen otras salsas o chiles para aderezar más el relleno.
Alguien nos recomendó visitar las tiendas con saldos de las grandes compañías de calzado que se encuentran muy cerca de la estación de autobuses de León. Ya con zapatos suficientes, de salida y en camino a Querétaro, acordamos pasar a buscarlas, pero en el mismo lugar encontramos un gran centro comercial llamado la Plaza del Zapato y decidimos visitarlo. Es un gran edificio con decenas de locales y en ellos muchas marcas de calzado de todo tipo, botas, infantil, femenino o deportivo. Recorrimos el lugar en poco más de una hora, por supuesto que hubo más compras. Yo agradecía mi fortuito encuentro con los tacos al vapor y hasta me animé a ver algunas tiendas de botas. Desde que llegué a Querétaro he querido comprarme un par para empezar a calzar un poco como los habitantes de la región, pero no he encontrado las que me decidan a verme algo campirano.
A eso de las 3 de la tarde iniciamos el regreso a Querétaro. Por suerte no encontramos tráfico, pues en el viaje por la mañana hacia León, nos habíamos visto retrasados por miles de ciclistas que ocupaban la mitad de la carretera, en peregrinación al santuario de San Juan de los Lagos, Jalisco. León no fue el paraíso de las gangas, calidad y variedad en el calzado que me había imaginado. Parte del calzado que venden es barato, pero de baja calidad, mucho plástico en atractivos y brillantes colores; zapatos que se arruinarán antes de pasar de moda. Quizá ahorrando dinero y viajando una vez al año con la idea de adquirir varios pares para toda la familia, valga la pena el viaje. Mientras esperaba afuera de las tiendas, recordaba las noticias de los últimos años acerca de León; como los zapatos chinos y otros importados sin arancel alguno por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, han ido acabando con la industria del calzado leonés. Seguramente del total ahí vendido, el porcentaje de piezas importadas crece cada día más. La globalización es evidente en la capital del calzado. ¿Pero por cuánto tiempo más lo será de calzado nacional?

domingo, 11 de mayo de 2008

!Daaanzón dedicadooo!





Baile en Querétaro.
Una de las cosas más atractivas de Querétaro es su intensa actividad cultural. Los gobiernos estatal y municipal, así como algunas instituciones educativas constantemente organizan conferencias, conciertos, talleres infantiles, concursos, recitales, muestras artesanales y gastronómicas. El primer semestre que estuve aquí sin mi familia, iba muy seguido al centro de la ciudad y pude ver o asistir a varias conferencias y conciertos. El único pero al asunto, es que la propaganda para muchos de estos eventos se encuentra en carteles solamente por el centro de la ciudad y resulta difícil enterarse de ellos con anticipación; pero también a veces es bueno descubrirlos al pasear por ahí; tal como me ha pasado con diversos lugares donde se practican los bailes de salón. Me encanta ver bailar, siempre lamentaré el no haber aprendido a hacerlo, pero todavía puedo disfrutar mucho al ver tan armoniosa y estética manifestación artística. Lo he de llevar en la sangre pues supe que mi madre, así de seria o solemne que es hoy, fue una gran bailarina de mambo; ese ritmo cubano que estuvo de moda en todo el mundo a fines del los años cuarenta y principios de los cincuenta. Algún día mi padre me dijo que mi madre bailaba de forma tan graciosa que se hacía un circulo a su alrededor para verla y que incluso la invitaban a bailes en poblaciones cercanas a Cuernavaca, donde ella vivió su adolescencia. Recuerdo que en mi infancia, algunas tardes de sábado, vi en la televisión junto con mi madre y hermanos, aquel programa llamado Bailando con Vanart. El concurso era conducido por una pareja de baile, Josefina y Joaquín y me imagino que los premios no eran ni grandes cantidades de dinero, ni hacer un sueño posible, sino solamente algunas botellas de shampoo. También por muchos años disfruté las funciones de baile de la Semana de la Cultura en el Campus Ciudad de México. Ahí el atractivo era mayor al ver en el escenario no solamente buen baile, sino protagonizado por estudiantes y amigos.
Pues ya desde hace un año había visto al pasear por el centro, que los jueves en el jardín Zenea hay lo que llaman las autoridades municipales un concierto de piano, pero que en realidad es un baile. Junto al kiosco colocan un órgano electrónico con grandes bocinas, ahí toca diferentes melodías por casi dos horas el maestro Sergio Vázquez Bacconnier. Colocan también en un semicírculo casi un centenar de sillas plegables, donde la gente más que sentarse a escuchar el concierto, espera la música apropiada para levantarse a bailar u observa las evoluciones los bailarines. Son personas de sesenta años o más las que al parecer cada jueves se reúnen en el lugar para disfrutar de un par de horas de baile. La última vez que estuve ahí pude ver que muchos de los asistentes se saludan con gran familiaridad; incluso vi a una señorita con una canasta llena de bolsas con churros y al acercarme a comprar un par de bolsitas, la vendedora le decía a un señor en silla de ruedas el precio de su mercancía, pero le aclaraba que su hija le había advertido que no podía comer churros. Así que son todos, bailarines, observadores, músico y vendedores como una gran familia. Se baila danzón, paso doble, bossa nova, boleros y muchos otros ritmos. Me llamó la atención un señor de casi setenta años, quien no sólo bailaba constantemente sino que iba vestido como galán de música tropical de los años cincuenta, cadenas de oro al cuello, lentes oscuros, cachucha blanca y la camisa abierta casi hasta el ombligo, así sin inhibiciones. Por ahí había otro incasable bailarín con un elegante traje verde oscuro y un sombrero cordobés.
Otro día paseando por la ciudad, decidí visitar uno de mis lugares favoritos, la vieja estación del tren. El edificio, es pequeño, definitivamente porfiriano y situado no lejos del centro de la ciudad en un barrio hoy un poco oculto, lejos del tráfico y las grandes avenidas. Desde el 2002 no hay ya servicio de tren de pasajeros entre Querétaro y la ciudad de México, de hecho por unos años se hizo un esfuerzo por revivir el flujo de personas que ya prefería el autobús, con una ferrocarril turístico llamado El Constituyente, pero que después de un tiempo cerró. Siguen corriendo trenes de carga a diario, pero ninguno se detiene en la vieja estación. Yo sabía ya que el hermoso edificio de piedra era un centro cultural donde había funciones de teatro, curso de pintura, ajedrez y conferencias, pero descubrí que también los sábados por la tarde el antiguo andén se convierte en una gran pista de baile. Justo frente a las vías, en la parte posterior de la estación se instala un señor con un aparato de sonido y por varias horas toca música de diferentes ritmos. El día del descubrimiento, había casi un centenar de personas bailando. En este lugar los bailarines no eran de una edad tan avanzada como en el jardín Zenea, incluso por ahí vi parejas de veinte o veinticinco años de edad. No pude quedarme mucho tiempo a observar el baile ya que ese día iba acompañado de mis impacientes hijas. Pues si el lugar me gustaba ya mucho, ahora que lo conozco convertido en un gran salón de baile a la manera del legendario California Dancing Club, me gusta todavía más. También en el llamado Jardín del arte, en pleno centro de la ciudad y a espaldas de Museo Regional, un día a la semana hay clases de danzón. No recuerdo bien que día, pero también en un paseo vespertino vi a varias parejas vestidas de blanco aprendiendo este baile tan rítmico y elegante. Seguramente visitaba yo la tortería Nico, que con su especialidad de tortas de milanesa se encuentra justo frente a este jardín. Un trabajador del municipio me dijo que en la pequeña plaza a un costado del hermoso templo de Santa Rosa de Viterbo, hay también una tarde de baile semanalmente. No me ha tocado estar presente en este otro lugar en día de baile, pero me imagino que es muy parecido al del jardín Zenea. Bueno, pues si algún día me decido a aprender o bailo aunque no lo haga bien, no voy a tener pretexto alguno, pues hay suficientes y variados lugares donde hacerlo.