viernes, 18 de julio de 2014

Chinatown chilango











El callejón de Dolores y su deliciosa comida
Uno de los más importantes grupos de inmigrantes en México es el de los chinos; han llegado de forma constante en números no muy grandes desde el siglo XIX. Hay mención de esclavos chinos durante la época colonial, pero con seguridad la mayoría de ellos no lo eran, pues en esa época se le llamaba chino a cualquier persona de rasgos orientales, ya fueran filipinos, coreanos, malayos o indochinos; incluso el barco que traía a dichos esclavos era conocido como la nao de China, aunque venía de Manila, en la Filipinas. Se ha registrado también la llegada y venta de trabajadores “chinos” a las plantaciones de henequén yucatecas en el Porfiriato, aunque procedieran de Corea.
Los chinos, como muchos otros pueblos asiáticos, tienen una rica cultura sin duda muy diferente a la de los mexicanos u otros países. Es precisamente por esto, que pienso que a muchos de los lugares a los que emigran les resulta difícil integrarse a la sociedad local y permanecen en comunidades aisladas o separadas por mucho tiempo. En México hay todavía comunidades chinas por todo el país, sobre todo en ciudades cercanas al océano Pacífico. Los hay en Acapulco, en Comitán, pero sobre todo en los estados del noroeste mexicano. Fue a lo largo del siglo XIX que se dieron las principales migraciones de chinos a Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Baja California. Probablemente los chinos que llegaron a esta región no venían directamente de Asia, sino que fueron expulsados de la California norteamericana, luego que los usaron como mano de obra barata para construir las líneas del ferrocarril y las nuevas ciudades de la región. Todavía el noroeste mexicano tiene como característica un gran número de restaurantes de comida china, algo parecido al caso de los llamados tacos árabes, que son ya considerados parte de la gastronomía poblana.
Son los chinos también un vergonzoso caso de discriminación racial en nuestro país. Hay mexicanos que siguen negando que somos racistas, no es suficiente el desprecio por los indígenas a lo largo de la historia y hoy por las personas de piel oscura. Pues también los chinos sufrieron de este prejuicio mexicano. En algunas ciudades del noroeste los chinos tenían pequeñas comunidades, como ya se dijo, separadas y por lo tanto fáciles de identificar o señalar. Ellos se distinguían obviamente por su fisonomía, pero también por tener una parte importante en la economía de algunas ciudades: lavanderías, restaurantes, pequeños comercios y sobre todo el cultivo y venta de vegetales y frutos. Ante la ignorancia de las costumbres chinas y un recelo ante ellos por su importante papel económico, muy pronto surgieron grupos que rechazaban e incluso atacaban a las comunidades chinas. Se les acusaba de encarecedores, de poco higiénicos, de tener y transmitir enfermedades. En el programa del Partido Liberal Mexicano del año de 1906, hay ya la propuesta de que se prohíba la inmigración china. El rechazo a los chinos llegó a ser tan grande que una vez que se desencadenó la violencia en la Revolución, algunos aprovecharon para saquear sus establecimientos e incluso matar a cientos de ellos. Tal fue el caso de la toma de Torreón en 1911. Incluso Álvaro Obregón, sonorense y presidente del país de 1920 a 1924, prohibió a los chinos casarse con mexicanas, vender comida, comer junto a mexicanos y tener cargo público alguno. Plutarco Elías Calles otro sonorense y sucesor de Obregón en la presidencia, igualmente permitió acciones contra las comunidades chinas por todo el país. Hoy en día la migración china continúa, llegan para vender en México los miles de artículos que se producen en su país o para establecer restaurantes, pero su presencia no  despierta ya recelo o rechazo.
En la ciudad de México también hubo una colonia china y seguramente enfrentaron alguna animadversión, pero nunca como la ocurrida en el noroeste del país. Los chinos son una presencia imborrable para varias generaciones de habitantes de la gran ciudad capital. Los “cafés de chinos” proliferaron en las calles de lo que ahora es el centro histórico. Antes de 1952 que se construyera la Ciudad Universitaria en el pedregal de San Ángel, el Centro Histórico era un gran barrio universitario, pues las diversas facultades de la Universidad Nacional se encontraban distribuidas por toda la ciudad: la preparatoria y derecho en San Ildefonso, medicina en Santo Domingo, ingeniería en el Palacio de Minería, filosofía en Mascarones, ciencias químicas en Tacuba. Centenares o miles de estudiantes de varias generaciones y de todas partes del país que llegaron e estudiar con limitados recursos a la Universidad, sabían muy bien que en los “cafés de chinos” había comida buena, barata e incluso crédito. Alejandro Gómez Arias, importante personaje de la vida universitaria en la primera parte del siglo XX, en su libro  Memoria personal de un país, habla de cómo ya desde la segunda década del siglo existía un barrio chino en el callejón de Dolores. Ahí se encuentra todavía, a una cuadra del Palacio de Bellas Artes y la Alameda. No parece ya, que en el lugar vivan centenares de personas de origen chino, como lo describe Gómez Arias, pero ahí está una concentración de tiendas y restaurantes de la tierra de la Gran Muralla. Desde hace muchos años soy cliente de los restaurantes en el lugar y desde que mis hijas lo visitan también se aficionaron a su buena comida y a sus tiendas. Es en apenas una calle donde se concentra todo, pero aprovechan muy bien el espacio para tener grandes salones donde cientos de personas disfrutan su comida o pequeñas tiendas que se las arreglan para exhibir infinidad de artículos de origen chino: ungüentos, te, vajillas, ornamentación, ingredientes para comida, ropa y muchas cosas más. Cuando visites el centro de la ciudad de México y quieras una buena y abundante comida, pasa por el Barrio Chino que no te decepcionará.


martes, 1 de julio de 2014

El paraíso casi perdido.










Longaniza con habas.

Cantina La Reforma.
El centro de la ciudad de México, lo que hasta mediados del siglo XIX fue toda la ciudad, es el espacio donde sobreviven la mayoría de las antiguas cantinas. Este tipo de establecimientos de origen o tradición española tuvieron su auge a fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. A diferencia de los bares, son establecimientos que tenían su principal actividad en las horas cercanas al mediodía, pues sus clientes acudían a ellas a beber, claro, pero principalmente a comer. En México la llamada “comida” es el alimento principal o más grande del día y se inicia, por lo regular, entre la una y las tres de la tarde. La principal característica de una cantina es que los clientes pagan por las bebidas que consumen y mientras lo hacen se les sirven diferentes platillos, supuéstamente sin costo alguno, aunque el precio de las bebidas es un poco más alto. En una verdadera y buena cantina los alimentos servidos, llamados a veces botana, son platillos, no antojitos. Se sirven o se servían caldos y guisados con pescado o carne (barbacoa, chamorros, chiles rellenos, albóndigas en chipotle, filete de pescado, cabrito, birria, manitas de puerco, pata de res, longaniza en salsa verde, caracoles en adobo…) Muchos establecimientos hoy en día se dicen cantinas y solamente sirven frituras o cacahuates y si acaso un pequeño caldo de camarón.  Algunas cantinas de antaño fincaban su fama, más que por la cantidad de alimentos servidos, por la calidad de sus platillos. Quiero pensar que la decadencia de la cantina tiene que ver más con las nuevas costumbres laborales que con el deterioro de lo ofrecido en estos establecimientos. El comer en una cantina no es como ir a comer a un restaurante; el ambiente es muy diferente, se come, se bebe y se convive, de una forma más natural o desinhibida, sin observar las reglas tradicionales de la mesa, cooperando en esto el relajante efecto de las bebidas alcohólicas. La cantina fue también por décadas el lugar preferido para jugar cubilete o dominó. Hoy en día, afortunadamente, la cantina agrega a sus bondades la presencia femenina, pues debemos recordar que hace unos 35 años su ingreso estaba prohibido. Ha desaparecido de las puertas de cantinas el recordado letrero “prohibida la entrada a mujeres, menores y uniformados”. Con la llegada de las mujeres la cantina ha dejado de ser el templo de la testosterona, el santuario del machismo y su ambiente es ya más tranquilo, menos violento y de vocabulario no tan vernáculo. Estoy seguro que el número de heridos o muertos ha declinado significativamente desde la conquista de este espacio por parte de las mujeres.  La cantina, ese paraíso de mediodía, es ahora casi un placer tan prohibido como lo era antes para las mujeres. En pocos centros laborales permiten que los trabajadores se ausenten a la mitad del día por dos horas o más; mucho menos que regresen a sus labores con aliento alcohólico. Porque la comida en la cantina es sin duda nutritiva, pero ante todo un placer, un disfrute que no se hace con prisa. No es comida corrida de fonda o restaurante hecha en media hora. Los horarios modernos de nueve a cinco dejaron atrás la rutina de antaño en la que se hacía una pausa al mediodía, se cerraban los comercios, algunos dormían brevemente, otros afortunados, disfrutaban sin remordimiento alguno comida, bebida y convivencia en una cantina. El paulatino retiro de la abundante y tarda clientela, hizo a las cantinas reducir o abaratar su oferta de alimentos. Las buenas cantinas que sobreviven son lugares especiales a los que la mayoría no acude cotidianamente como antes, ahora son agasajos que uno se otorga en celebraciones o algunos viernes o sábados.

Hace meses que buscaba algunas herramientas o aparatos eléctricos por el centro de la ciudad de México encontré varias cantinas ignotas. Recorría el antiguo barrio de San Juan, que si bien es considerado parte del centro de la ciudad, está en sus orillas, al otro lado de San Juan de Letrán (el Eje Central jóvenes). En la esquina de Dolores y Ayuntamiento está La Reforma (hay otra del mismo nombre en la Narvarte). Unos semanas más tarde pude visitarla en compañía de mi amigo y colega el doctor Eduardo Reyes. El lugar fue una agradable sorpresa, pues es amplio, limpio, con una buena variedad de bebidas, una carta grande y apetitosa y ante todo la oferta de una magnífica lista de platillos o botana sin costo, si se consumen tres o más bebidas. Antes de ofrecer alimentos de la carta o de la lista del día, colocan en toda mesa, totopos, una muy buena salsa roja hecha en casa, guacamole y unos magníficos frijoles refritos. Como  muchos restaurantes, bares y cantinas, en las paredes del lugar hay varias pantallas de televisión para ver ahí seguramente juegos de fútbol o algunos otros eventos deportivos. Hay mesas de varios tamaños, para dos, cuatro o seis comensales; el lugar está bien iluminado y ventilado. Pero todo eso se ignora al ver la lista de los platillos que se ofrecen cada día para acompañar las bebidas. La variedad y sabor de su comida es muy buena, por si fuera poco, afuera de La Reforma hay un pequeñísimo puesto de muy buenas tortas, cuya especialidad parecen ser las de pavo. Es inútil este texto, si no lo consideran una invitación. El barrio es muy atractivo, hay infinidad de cosas que ver en el camino; interesantes, necesarias, variadas y a muy buen precio. La comida es de primera, sea de la carta o de la botana ofrecida, es más, sólo su guacamole y frijoles refritos superan a los cacahuates y  frituras de otros lugares. La cantina está justo frente al mercado de artesanías de San Juan (muy decaído, casi abandonado por cierto). Por una agradable coincidencia justo ayer publicaron en la página La ciudad de México en el tiempo en Facebook una fotografía de principios del siglo XX de la esquina donde hoy en día está La Reforma (Ayuntamiento y Dolores), vaya que ha cambiado la ciudad.