Longaniza con habas. |
Cantina La Reforma.
El centro de la ciudad de México,
lo que hasta mediados del siglo XIX fue toda la ciudad, es el espacio donde
sobreviven la mayoría de las antiguas cantinas. Este tipo de establecimientos
de origen o tradición española tuvieron su auge a fines del siglo XIX y la
primera mitad del siglo XX. A diferencia de los bares, son establecimientos que
tenían su principal actividad en las horas cercanas al mediodía, pues sus
clientes acudían a ellas a beber, claro, pero principalmente a comer. En México
la llamada “comida” es el alimento principal o más grande del día y se inicia,
por lo regular, entre la una y las tres de la tarde. La principal
característica de una cantina es que los clientes pagan por las bebidas que
consumen y mientras lo hacen se les sirven diferentes platillos, supuéstamente
sin costo alguno, aunque el precio de las bebidas es un poco más alto. En una
verdadera y buena cantina los alimentos servidos, llamados a veces botana, son
platillos, no antojitos. Se sirven o se servían caldos y guisados con pescado o
carne (barbacoa, chamorros, chiles rellenos, albóndigas en chipotle, filete de
pescado, cabrito, birria, manitas de puerco, pata de res, longaniza en salsa
verde, caracoles en adobo…) Muchos establecimientos hoy en día se dicen
cantinas y solamente sirven frituras o cacahuates y si acaso un pequeño caldo
de camarón. Algunas cantinas de antaño
fincaban su fama, más que por la cantidad de alimentos servidos, por la calidad
de sus platillos. Quiero pensar que la decadencia de la cantina tiene que ver
más con las nuevas costumbres laborales que con el deterioro de lo ofrecido en
estos establecimientos. El comer en una cantina no es como ir a comer a un
restaurante; el ambiente es muy diferente, se come, se bebe y se convive, de
una forma más natural o desinhibida, sin observar las reglas tradicionales de
la mesa, cooperando en esto el relajante efecto de las bebidas alcohólicas. La
cantina fue también por décadas el lugar preferido para jugar cubilete o
dominó. Hoy en día, afortunadamente, la cantina agrega a sus bondades la
presencia femenina, pues debemos recordar que hace unos 35 años su ingreso
estaba prohibido. Ha desaparecido de las puertas de cantinas el recordado
letrero “prohibida la entrada a mujeres, menores y uniformados”. Con la llegada
de las mujeres la cantina ha dejado de ser el templo de la testosterona, el
santuario del machismo y su ambiente es ya más tranquilo, menos violento y de
vocabulario no tan vernáculo. Estoy seguro que el número de heridos o muertos ha declinado significativamente desde la conquista de este espacio por parte de las mujeres. La cantina, ese paraíso de mediodía, es ahora casi un placer tan prohibido como lo era
antes para las mujeres. En pocos centros laborales permiten que los
trabajadores se ausenten a la mitad del día por dos horas o más; mucho menos
que regresen a sus labores con aliento alcohólico. Porque la comida en la
cantina es sin duda nutritiva, pero ante todo un placer, un disfrute que no se
hace con prisa. No es comida corrida de fonda o restaurante hecha en media
hora. Los horarios modernos de nueve a cinco dejaron atrás la rutina de antaño
en la que se hacía una pausa al mediodía, se cerraban los comercios, algunos
dormían brevemente, otros afortunados, disfrutaban sin remordimiento alguno
comida, bebida y convivencia en una cantina. El paulatino retiro de la
abundante y tarda clientela, hizo a las cantinas reducir o abaratar su oferta
de alimentos. Las buenas cantinas que sobreviven son lugares especiales a los
que la mayoría no acude cotidianamente como antes, ahora son agasajos que uno
se otorga en celebraciones o algunos viernes o sábados.
Hace meses que buscaba algunas
herramientas o aparatos eléctricos por el centro de la ciudad de México
encontré varias cantinas ignotas. Recorría el antiguo barrio de San Juan, que
si bien es considerado parte del centro de la ciudad, está en sus orillas, al
otro lado de San Juan de Letrán (el Eje Central jóvenes). En la esquina de
Dolores y Ayuntamiento está La Reforma (hay otra del mismo nombre en
la Narvarte). Unos semanas más tarde pude visitarla en compañía de mi amigo y
colega el doctor Eduardo Reyes. El lugar fue una agradable sorpresa, pues es
amplio, limpio, con una buena variedad de bebidas, una carta grande y apetitosa
y ante todo la oferta de una magnífica lista de platillos o botana sin costo,
si se consumen tres o más bebidas. Antes de ofrecer alimentos de la carta o de
la lista del día, colocan en toda mesa, totopos, una muy buena salsa roja hecha
en casa, guacamole y unos magníficos frijoles refritos. Como muchos restaurantes, bares y cantinas, en las
paredes del lugar hay varias pantallas de televisión para ver ahí seguramente
juegos de fútbol o algunos otros eventos deportivos. Hay mesas de varios
tamaños, para dos, cuatro o seis comensales; el lugar está bien iluminado y
ventilado. Pero todo eso se ignora al ver la lista de los platillos que se
ofrecen cada día para acompañar las bebidas. La variedad y sabor de su comida
es muy buena, por si fuera poco, afuera de La
Reforma hay un pequeñísimo puesto de muy buenas tortas, cuya especialidad
parecen ser las de pavo. Es inútil este texto, si no lo consideran una invitación.
El barrio es muy atractivo, hay infinidad de cosas que ver en el camino; interesantes, necesarias, variadas y a muy buen precio. La comida es de
primera, sea de la carta o de la botana ofrecida, es más, sólo su guacamole y
frijoles refritos superan a los cacahuates y frituras de otros lugares. La cantina está
justo frente al mercado de artesanías de San Juan (muy decaído, casi abandonado
por cierto). Por una agradable coincidencia justo ayer publicaron en la página La ciudad de México en el tiempo en
Facebook una fotografía de principios del siglo XX de la esquina donde hoy en
día está La Reforma (Ayuntamiento y Dolores), vaya que ha
cambiado la ciudad.
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