martes, 1 de julio de 2014

El paraíso casi perdido.










Longaniza con habas.

Cantina La Reforma.
El centro de la ciudad de México, lo que hasta mediados del siglo XIX fue toda la ciudad, es el espacio donde sobreviven la mayoría de las antiguas cantinas. Este tipo de establecimientos de origen o tradición española tuvieron su auge a fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. A diferencia de los bares, son establecimientos que tenían su principal actividad en las horas cercanas al mediodía, pues sus clientes acudían a ellas a beber, claro, pero principalmente a comer. En México la llamada “comida” es el alimento principal o más grande del día y se inicia, por lo regular, entre la una y las tres de la tarde. La principal característica de una cantina es que los clientes pagan por las bebidas que consumen y mientras lo hacen se les sirven diferentes platillos, supuéstamente sin costo alguno, aunque el precio de las bebidas es un poco más alto. En una verdadera y buena cantina los alimentos servidos, llamados a veces botana, son platillos, no antojitos. Se sirven o se servían caldos y guisados con pescado o carne (barbacoa, chamorros, chiles rellenos, albóndigas en chipotle, filete de pescado, cabrito, birria, manitas de puerco, pata de res, longaniza en salsa verde, caracoles en adobo…) Muchos establecimientos hoy en día se dicen cantinas y solamente sirven frituras o cacahuates y si acaso un pequeño caldo de camarón.  Algunas cantinas de antaño fincaban su fama, más que por la cantidad de alimentos servidos, por la calidad de sus platillos. Quiero pensar que la decadencia de la cantina tiene que ver más con las nuevas costumbres laborales que con el deterioro de lo ofrecido en estos establecimientos. El comer en una cantina no es como ir a comer a un restaurante; el ambiente es muy diferente, se come, se bebe y se convive, de una forma más natural o desinhibida, sin observar las reglas tradicionales de la mesa, cooperando en esto el relajante efecto de las bebidas alcohólicas. La cantina fue también por décadas el lugar preferido para jugar cubilete o dominó. Hoy en día, afortunadamente, la cantina agrega a sus bondades la presencia femenina, pues debemos recordar que hace unos 35 años su ingreso estaba prohibido. Ha desaparecido de las puertas de cantinas el recordado letrero “prohibida la entrada a mujeres, menores y uniformados”. Con la llegada de las mujeres la cantina ha dejado de ser el templo de la testosterona, el santuario del machismo y su ambiente es ya más tranquilo, menos violento y de vocabulario no tan vernáculo. Estoy seguro que el número de heridos o muertos ha declinado significativamente desde la conquista de este espacio por parte de las mujeres.  La cantina, ese paraíso de mediodía, es ahora casi un placer tan prohibido como lo era antes para las mujeres. En pocos centros laborales permiten que los trabajadores se ausenten a la mitad del día por dos horas o más; mucho menos que regresen a sus labores con aliento alcohólico. Porque la comida en la cantina es sin duda nutritiva, pero ante todo un placer, un disfrute que no se hace con prisa. No es comida corrida de fonda o restaurante hecha en media hora. Los horarios modernos de nueve a cinco dejaron atrás la rutina de antaño en la que se hacía una pausa al mediodía, se cerraban los comercios, algunos dormían brevemente, otros afortunados, disfrutaban sin remordimiento alguno comida, bebida y convivencia en una cantina. El paulatino retiro de la abundante y tarda clientela, hizo a las cantinas reducir o abaratar su oferta de alimentos. Las buenas cantinas que sobreviven son lugares especiales a los que la mayoría no acude cotidianamente como antes, ahora son agasajos que uno se otorga en celebraciones o algunos viernes o sábados.

Hace meses que buscaba algunas herramientas o aparatos eléctricos por el centro de la ciudad de México encontré varias cantinas ignotas. Recorría el antiguo barrio de San Juan, que si bien es considerado parte del centro de la ciudad, está en sus orillas, al otro lado de San Juan de Letrán (el Eje Central jóvenes). En la esquina de Dolores y Ayuntamiento está La Reforma (hay otra del mismo nombre en la Narvarte). Unos semanas más tarde pude visitarla en compañía de mi amigo y colega el doctor Eduardo Reyes. El lugar fue una agradable sorpresa, pues es amplio, limpio, con una buena variedad de bebidas, una carta grande y apetitosa y ante todo la oferta de una magnífica lista de platillos o botana sin costo, si se consumen tres o más bebidas. Antes de ofrecer alimentos de la carta o de la lista del día, colocan en toda mesa, totopos, una muy buena salsa roja hecha en casa, guacamole y unos magníficos frijoles refritos. Como  muchos restaurantes, bares y cantinas, en las paredes del lugar hay varias pantallas de televisión para ver ahí seguramente juegos de fútbol o algunos otros eventos deportivos. Hay mesas de varios tamaños, para dos, cuatro o seis comensales; el lugar está bien iluminado y ventilado. Pero todo eso se ignora al ver la lista de los platillos que se ofrecen cada día para acompañar las bebidas. La variedad y sabor de su comida es muy buena, por si fuera poco, afuera de La Reforma hay un pequeñísimo puesto de muy buenas tortas, cuya especialidad parecen ser las de pavo. Es inútil este texto, si no lo consideran una invitación. El barrio es muy atractivo, hay infinidad de cosas que ver en el camino; interesantes, necesarias, variadas y a muy buen precio. La comida es de primera, sea de la carta o de la botana ofrecida, es más, sólo su guacamole y frijoles refritos superan a los cacahuates y  frituras de otros lugares. La cantina está justo frente al mercado de artesanías de San Juan (muy decaído, casi abandonado por cierto). Por una agradable coincidencia justo ayer publicaron en la página La ciudad de México en el tiempo en Facebook una fotografía de principios del siglo XX de la esquina donde hoy en día está La Reforma (Ayuntamiento y Dolores), vaya que ha cambiado la ciudad. 

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