lunes, 9 de marzo de 2015

Asombrosa vida silvestre.









El parque de las ardillas.

Cerca de cuarenta y cinco años viví en la gigantesca ciudad de México (ahora CDMX), por lo que como habitante urbano, casi siempre me sorprendía cualquier encuentro con vida silvestre. Más allá de ratas y gorriones, pocos animales eran vistos en la ciudad. Me gustaba ver y saber que había algunas aves mayores, tlacuaches, ardillas o pequeñas serpientes en el pedregal de San Ángel. Recuerdo que cuando mi padre trabajaba en la construcción de la Centro Cultural Ollin Yoliztli a un costado de periférico sur, traté de capturar en una trampa de jaula alguna ardilla para llevarla a los árboles de la preparatoria donde estudiaba. Años más adelante cuando vivimos en San Bartolo Ameyalco, rumbo al desierto de los Leones, acostumbraba poner arroz y otras semillas en el jardín para observar y entretenerme con la gran variedad de aves que llegaban a alimentarse. En los viajes que he hecho por la república también recuerdo con emoción el efímero encuentro, casi siempre en las carreteras, con mapaches, coatíes, linces, coyotes, liebres, conejos y grandes víboras de cascabel Es por el asombro que todavía me produce  la vida silvestre que disfrute mucho el hecho de que el parque de Tlacoquemécatl, escenario de mis juegos infantiles en el sur de la colonia Del Valle, tiene ahora en sus árboles decenas de hermosas, ágiles y juguetonas ardillas. Allá por los años sesenta del siglo pasado asistía al templo del Señor del Buen Despacho, incluso fui acólito en sus misas dominicales. Iglesia y parque estaban apenas a una cuadra de nuestro hogar, recorrí en bicicleta, jugué fútbol y muchas otras cosas en el parque. En esos años no había tantos árboles y los pocos que había no eran tan grandes. Ahí nos reuníamos los niños del vecindario para jugar por horas cada tarde y en largos sábados. Ahora ahí se juega basquetbol en dos canchas que no existían en mi infancia y el parque es más un lugar de paseo y descanso para la mayoría de su visitantes, muchos acompañados por sus perros. Celebro a la persona que decidió llevar algunas ardillas a vivir al ahora pequeño bosque. Por las mañanas se les ve corretear con gran agilidad y pasar de árbol en árbol con grandes brincos entre sus ramas. A veces, cuando no hay canes en la cercanía,  bajan al piso y se acercan a las personas esperando las alimenten. Me imagino que la comida no les falta, pues su número ha crecido en los últimos años. Las hay negras y de color café con gris y parecen ser cerca de medio centenar. En cincuenta años me ha tocado ver los cambios en el parque de mi infancia y disfruto mucho que ahora se encuentre convertido en un pequeño zoológico con animales tan graciosos.      

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