domingo, 2 de marzo de 2008

Otra cantina



Don Amado.
Los mejores años de mi vida están por llegar a su fin, mis hijas están muy cerca de convertirse en adolescentes (aborrecentes como dice mi comadre). Terminan esos años en que Ana Violeta y Daniela eran inmensamente felices escuchando por horas cuentos o relatos, cuando salir de paseo era siempre emocionante y su padre era Chicho López, superhombre que todo lo sabía y podía. Esos días en que al llegar a la casa me recibían con inmenso gusto y los besos y abrazos nunca parecieron cansarles o molestarles; momentos de interminables sonrisas provocadas por apenas una caricia, un dulce, un sencillo juguete o un paseo sobre mis pies o mis hombros.
A medida que ellas crecen, mis supuestas gracia, amenidad, sabiduría y fuerza disminuyen ante sus ojos. Cada vez soy menos divertido, más irascible, más aburrido y ojala nunca llegue el día en que me convierta en alguien al que quieran evitar por completo. Esa es la ley de la vida y la acepto, pero no me hace feliz. Su creciente independencia por otro lado, ha traído otros cambios a mi vida. Ahora nos es posible dejarlas en casa solas por un par de horas y salir a cenar o quizá a ver una película no infantil. Por casi ocho años hemos visto casi todas las películas para niños en cartelera. También las fiestas a las que ambas asisten son cada día más tarde y nuestra presencia menos requerida o esperada. Su nueva autonomía es al mismo tiempo recobrada independencia temporal para sus padres, hasta cierto punto agradable, pero signo de una nueva etapa que me hace añorar y llorar aquello que ya jamás volverá.
El sábado pasado llevé a mis hijas a una fiesta de disfraces que inició a las ocho de la noche. Estrella y yo no regresamos a casa, ni fuimos al cine, sino a un breve paseo por el centro de la ciudad. Había algo de tráfico en la zona del Convento de la Cruz, pero pudimos encontrar un lugar donde estacionar el automóvil y desafiar el helado viento en una breve caminata. Por fin pude visitar una cantina que tenía meses de querer conocer; un estudiante de Programas Internacionales me habló de ella hace casi un semestre, pero nunca me animé a ir solo.
El lugar se llama Cantina Don Amado y se encuentra en la esquina de Gutiérrez Nájera y Cinco de Mayo, a una cuadra del Convento de la Cruz y a unos cuantos metros de la Cenaduría Blas. Desde la primera vez que lo identifiqué, el lugar me atrajo por su rusticidad. Se encuentra en un pequeño local justo en una esquina. La construcción está bellamente deteriorada, como si fuera una construcción al menos del siglo XIX y probablemente lo sea, pues sus muros tienen casi 80 centímetros de espesor y está hecha de una mampostería muy irregular. Tiene puertas a ambas calles y no hay letrero alguno que la identifique.
En su interior hay los elementos indispensables para considerarla una buena cantina. Hay apenas cuatro mesas, una de ellas doble, como para dar acomodo a un grupo de seis u ocho parroquianos. Las mesas y sillas son de plástico blanco con el logotipo de una cerveza. Tiene una pequeña barra, frente a la que debe haber unos cuatro o cinco bancos. Tras este modesto mueble característico de este tipo de lugares, hay en un extremo una pequeña estufa y un refrigerador, seguramente para la preparación de la botana. Al otro extremo está una muy raquítica repisa, con un minúsculo espejo, como para cumplir con el estereotipo y unas cuantas botellas de bebidas alcohólicas. El surtido es limitado pero no podría ser de otra manera, a riesgo de romper con la modestia del establecimiento. Casi cerrando el acceso a la parte posterior de la barra hay un gran refrigerador de una cervecería. Hay en el otro extremo frente a la barra la indispensable sinfonola o rockola, sencilla, poco vistosa, pero equipada con una pantalla para hacer la selección de la música a través de unos cuantos botones; dos canciones por cinco pesos. Arriba de la sinfonola, en una repisa, hay una modesta televisión con una pantalla de no más de 10 o 12 pulgadas. No veían el fútbol a pesar de ser sábado por la noche, sino una película de Cantinflas. Las paredes son blancas y en ellas cuelgan algunas fotografías de artistas nacionales, de viejas cantinas o pulquerías y un par de recortes de periódicos que han descrito este peculiar lugar. Fue en ellos donde me enteré que el establecimiento tiene cerca de setenta años de antigüedad y que fue fundado por don Amado en otro sitio de la ciudad. Se explicaba que por muchos años la cantina funcionó en la que en esos años fue la zona de tolerancia del Querétaro, pero cuando el sitio fue desarticulado, este establecimiento emigró a otra parte de ciudad.
Estrella comúnmente no bebe, pero aceptó acompañarme. Cuando llegamos había apenas una mesa ocupada, pero momentos después llegarían más clientes a mesas y barra. Yo pedí una cuba de Ron Castillo y me la sirvieron acompañada de un caldo de camarón y unos cacahuates. Después de un rato, al ver que nadie atendía a la televisión, me levanté para seleccionar algo de música. Lo que se ofrecía era muy moderno y como que poco común para una cantina, así que ignorando a José José , Luis Miguel y grupos de música Pop me senté algo molesto porque ni Javier Solís, ni José Alfredo Jiménez, ni Los Tigres del Norte se encontraban en la máquina. Tras unos minutos pedí una segunda cuba y me ofrecieron tacos de botana, pero no los acepté, pues tenía planeado comer en otro lugar más tarde. Ya casi para retirarnos pregunté qué licores tenían, pues me gusta cerrar con algo dulce. No había ni Kaluha, ni Anís Las Cadenas, tan sólo Anís del Mico (del Mico, no del Mono); pensando que Estrella quisiera una probadita para soportar con más ánimo el frío afuera, pedí el anís. Sabía como a licor adulterado, pero le dimos un par de probaditas antes de irnos. La cuenta no fue de más de ochenta pesos, lo cual hizo que el lugar me gustara todavía más. Al salir de la cantina me dirigí a un establecimiento que se encuentra justo en otra esquina de la misma cuadra, rumbo a Convento de la Cruz. En esa cenaduría, que creo lleva el nombre de Jalisco, venden un pozole que todavía no he probado, pero que genera largas filas de espera. En un rincón del lugar venden unos notables tacos de buche, es más bien un surtido de cerdo, pero son al vapor, no cocinados en manteca, por lo que son ligeros y de magnifico sabor. Estos tacos fueron el justo remate para una placentera e inolvidable velada, pero que con gusto cambiaría por un minuto del efímero y ahora menguante afecto incondicional que alguna vez me tuvieron mis hijas (el 29 de febrero de 2008, estuve en Don Amado a tomarme una cerveza y me enteré que el señor Amado había muerto 10 días antes, su hijo atendía ya el negocio y junto a él aparezco en la foto).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

que onda profe
ahi le va un comentario para que practique su ruso:
привет учитель потому что он послал меня sapear??? я не сделал совсем не плохое правду, которая будет помещать всем 100 в семестр? он уезжает так как мы посылаем ему привет (daniel h., chabe, усеивай звездами, fatima, прекращаться, oscar, stalin и я) p.d. жил stalin!!

Roberto Rivadeneyra dijo...

¡Qué gusto que te esté sirviendo este "bloc"!

Un abrazo.