viernes, 20 de mayo de 2011

¡Eso era antes joven!





















Zona arqueológica del Templo Mayor



Arqueología sustentable.
Uno de las cosas que más agradezco a mi difunto padre (Fernando López Tovar), es su esfuerzo y voluntad por llevarnos de viaje a algunas regiones de México. Con mucho o poco dinero visitamos como familia varias partes de nuestro vasto y hermoso país. Ya varios años antes de encaminar mi vida hacia la Historia tuve un gusto, más que un interés profundo, en las múltiples y atractivas zonas arqueológicas y la diversa geografía mexicana. Posteriormente ya como joven adulto, por mi cuenta o por mi trabajo, seguí enriqueciendo mi vida y alimentando mi nacionalismo en recorridos por algunas otras regiones. Muchas vueltas ha dado la tierra al sol desde que inicié mis paseos por México y vaya que las cosas han cambiado. Mucho recuerdo las angostas, lentas y peligrosas carreteras de antaño, los interminables minutos tras un lentísimo camión y la imposibilidad de rebasarlo por la cerrada neblina que impedía ver más allá de 10 metros y ocultaba profundos barrancos a un costado de la carretera. La época que no existían los libramientos y había que pasar lentamente por la mitad de cuanta población se encontraba en la ruta. El ganado de todo tipo que cruzaba las carreteras y ponía en peligro la vida de los viajeros a toda hora y por todo el país. Las pangas o chalanes que servían para cruzar con automóvil caudalosos ríos, trámite que podría tomar hasta más de una hora. Todo eso quedó atrás, por casi todo el país hay muy buenas y anchas carreteras, puentes en cada río, servicios de todo tipo y mucho más seguridad. En las principales zonas arqueológicas hay buenos estacionamientos, museos de sitio, magníficos sanitarios, tiendas y muchos otros servicios.
La visita a las zonas arqueológicas también es muy diferente, desde inicios de los años ochenta se inició lo que hoy se llamaría la arqueología sustentable (aprovechamiento de recursos sin comprometer los mismos para las generaciones futuras). No recuerdo si fue Cacaxtla en Tlaxcala o el Templo Mayor en la ciudad de México donde por primera vez vi pasillos metálicos que constreñían el recorrido de los visitantes a una determinada ruta y evitaban mayor daño a las estructuras. Anteriormente en el entendido que eran “ruinas” las personas subían, bajaban y deambulaban por doquier, incluso escribiendo o esgrafiando sus nombres por ahí. Alguna vez que recorría las zonas arqueológicas del sureste mexicano con el profesor Arturo Gómez Camacho, nos explicaba que cuando todavía no había ni carreteras cercanas y era necesario contratar guías y una recua de mulas para llegar a algunas zonas arqueológicas; se preguntaba si querían a llevarse “piedras” del lugar para incluir más bestias que las cargaran de regreso. Así se perdieron o dañaron estructuras, esculturas y murales. Me imagino que en menor grado y en lugares pequeños y aislados esto sigue sucediendo. Es bueno que los cuidados aumenten, pero ya los recorridos son controlados y quizá menos atractivos. En muchas zonas arqueológicas aunque no haya pasillos metálicos, los recorridos son delimitados. En Uxmal ya no se puede subir las empinadísimas escalinatas de la pirámide del Adivino. En Palenque no es posible descender hasta la tumba de Pakal, incluso ascender a la parte superior de la pirámide donde se encuentra. En Tajín no hay acceso a la escalinata de la Pirámide de los Nichos, ni a muchas de sus estructuras. En Chichén Itzá ya no se sube a la pirámide del Castillo, ni se puede entrar al Caracol. Subir a las pirámides fue una parte importante del atractivo de estos lugares, pero que bueno que ya va disminuyendo. No me imagino cuál será el efecto en las visitas el día que se prohíba el ascenso a la pirámide del Sol en Teotihuacán.
Reconozco que estas restricciones permiten mantener los monumentos como nunca antes, en mi reciente visita a Tajín, me sorprendió la simetría y casi perfecto alineamiento de muchas de sus piedras, misma que sería imposible mantener con cientos personas subiendo y bajando por ellas. Ahora que paseo de nuevo por estos apasionantes sitios no me queda más que comentar a mis hijas aquello que recorrí, vi y lo diferente que fueron mis primeras visitas, o todavía mejor como fue cuando las visitaron Charnay (visitó Palenque 1859-1860), Thompson, Mendoza o Stephens y Catherwood. Todo esto vale la pena, pues espero visitar algunos de estos lugares con mis nietos y encontrarlos casi igual o mejor que hoy.

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